Que Andorra no es Barcelona y que Barcelona no es Andorra, es evidente. El país de los Pirineos es un país de nieve y Barcelona, una ciudad de mar, seguramente la más deseada del mediterráneo.
Pero al margen de la obviedad, hay más diferencias entre un Estado que se esfuerza por adaptarse a las nuevas tendencias y una capital que, desde el dogmatismo XXL, parece que renuncie a serlo. Y esta forma de hacer, este progresivo abandono del pragmatismo en los despachos de la casa grande, afecta a todos los ámbitos de la ciudad. También los centros de fitness.
En Andorra, durante la pandemia, trataron a los gimnasios como un espacio esencial de salud. De hecho, Andorra fue el único país de Europa que no volvió a cerrar sus gimnasios a partir de la primavera de 2020. En el momento más delicado, sus autoridades demostraron que habían entendido que la actividad física no sólo es importante, sino que también es imprescindible cuando se quiere conseguir una sociedad viva, sana y activa.
El caso de Barcelona es muy distinto. Así lo prueba la última ocurrencia del gobierno municipal. Ahora, después de haber hecho bandera de la extraordinaria oferta de bares, restaurantes y terrazas de la calle Enric Granados, las autoridades municipales se dan cuenta de que esta concentración lúdico-gastronómica se ha convertido en un problema de ruido y de incivismo.
Ante esta situación, ¿qué propone el Ayuntamiento? Pues nada nuevo: hacernos pequeños gracias a un enorme empacho de regulación. Barcelona cree que la regulación puede resolverlo todo, aunque sea huyendo del diálogo y del pragmatismo más elementales.
Esta vez, sin embargo, la cadena de disparates es muy atrevida. No sólo se quiere solucionar la problemática del ocio nocturno en el Eixample con una regulación que diga que entre establecimiento y establecimiento (terrazas, bares, restaurantes y locales de copas) tendrá que haber una distancia de 200 metros, sino que entre las actividades que se quieren regular también se incluyen los gimnasios.
Con perdón, ¿qué pintan allí los centros de fitness o actividades dirigidas en una normativa pensada para acabar con el ruido y el caos que provoca el ocio nocturno en algunas calles de Barcelona?
Aparte de no entender el trabajo de los gimnasios y de los clubes de fitness, que es básica para el bienestar y la salud de la gente de Barcelona, la última idea de la concejala Janet Sanz, del área de ecología, urbanismo, infraestructuras y movilidad, esconde una incapacidad infinita para solucionar problemas sin que se generen nuevos.
Hace años se decía que nunca debía confundirse la gimnasia con la magnesia. Hoy esta frase, que está en desuso, explica perfectamente dónde estamos. La fiebre reguladora es muy discutible, pero que alguien tenga la provocativa ocurrencia de vincular el ocio nocturno con los gimnasios, excede todos los límites del sentido común.
No es una cuestión de si en el Eixample se podrán abrir gimnasios cada doscientos metros o cada trescientos cincuenta. No, la cosa es más grave. Cuando en lugar de tratar a los clubs de fitness como centros de salud, se les trata como si fueran un pub irlandés, un pub, o un bar de copas, la realidad supera a la ficción. Y la ficción se convierte en una pesadilla.
Mezclar problemas y hacerlos más grandes, no es la solución. ¿Tanto cuesta entender que un gimnasio, o un centro de actividades físicas, no es una sala de fiestas?
Ramon Canela
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